Recuerdo aquellos mediodías de domingo,
en los que la abuela nos esperaba para almorzar
en su casa de calle Laprida. María Luisa había parido tres hijos varones: Juan Carlos,
Ricardo y Enrique, quienes fueron apodados por sus amigos y luego por la familia con los
sobrenombres de Villita, Villa y Villón. Villón, el mayor de
los tres hermanos, es mi padre. Recuerdo el olorcito a pollo al horno que
sentía apenas cruzaba la puerta, a la mesa
de madera fuerte, grande y larga (o yo
la percibía grande y larga), el mantel blanquísimo, los platos con los bordes dorados. Abuela Paca
–así llamábamos los seis nietos- dedicaba las mañanas de los domingos a
preparar esmeradamente el almuerzo familiar. Hacía su entrada triunfal al
comedor desde la cocina con una bandeja de acero inoxidable en la que exponía el
pollo dorado con las patitas para arriba. La formalidad y los buenos modales del
evento duraban muy poco. Si hay algo que
nunca olvidare son las bromas que se hacían entre los hermanos apenas nos sentábamos
en la mesa. Risas, muecas, chistes
inteligentes, sarcasmos se cruzaban en el aire de aquellos mediodías, muchos de
los cuales yo no entendía pero me hacían reír igual. Recuerdo que mi abuela siempre le daba a mi padre la parte del pollo
que más le gustaba: la pechuga. Pero no
cualquier pechuga, la mejor de todas las pechugas de pollo que puedan existir en el mundo, cada almuerzo
de domingo. Y esa situación, que se repetía como un ritual todos los domingos, era
esperada por sus hermanos y los incentivaba cada día a confabularse y desplegar
todo tipo de reproches hacia, lo que ellos llamaban “el preferido” y a lo que
mi abuela siempre negaba ( pero creo era verdad) . Terminado el almuerzo, los tres hermanos
corrían la mesa grande a un costado, y se armaba una verdadera peña setentista. Las voces blancas invadían el
lugar y comenzaban a desplegarse pañuelos, piernas, brazos y miradas enamoradas. Mi ídola era la tía
Mirta, que por esos años usaba el pelo
largo y lacio, se ponía pestañas postizas y minifalda, aún no se había casado con mi tío Juan Carlos y
estudiaba psicología. Me fascinaba que viviera con dos compañeras de la
facultad en un departamento antiguo que habían alquilado en el centro porque era del campo. Fue ella
quien me regaló, años más tarde, la Rayuela
de Cortázar.
4 comentarios:
Logró transportarme a los años 70, y a ese tema inolovidable de Las Voces Blancas.
La felicito por su sitio, de belleza tenue, sutil.
Bueno, gracias! anónimo
Hola, me ha encantado esta entrada, yo no tengo recuerdos de un pasado así con la familia, por diversos motivos, pero me gusta ver cómo los describen otras gentes, es como transportarse a ese tiempo, a ese entonces, a ese recuerdo de la persona, aunque uno mismo se lo imagine diferente a como quien lo cuenta, lo vivió...
BTQQ: muchas gracias por detenerte, por tu lectura y palabras. Saludos, m
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