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Un cuento


Foto: Edgar Ende

La dama corrió la cortina negra de la ventana de su coche y preguntó:
-Por qué no vas más deprisa? ¡Ya sabes lo que significa para mí llegar a tiempo a la fiesta!
El cochero cojo se inclinó desde el pescante hacia ella y contestó:
-Hemos entrado en un convoy, madame. Yo tampoco sé cómo. Seguramente me quedé un poco dormido. Sea como fuere, está ahí de pronto esa gente que nos atasca la carretera.
La dama se asomó a la ventana. Efectivamente la carretera estaba ocupada por una larga comitiva. Eran niños y viejos, hombres y mujeres, todos vesti­dos con extravagantes y multicolores trajes de saltim­banquis, con sombreros fantásticos sobre las cabezas y grandes fardos a las espaldas. Algunos iban monta­dos sobre mulas, otros sobre grandes perros o avestru­ces. Entremedias traqueteaban también carros de dos ruedas, cargados hasta arriba con cajas y maletas o carros entoldados en los que iban familias.
- ¿Quiénes sois? - preguntó la dama a un mu­chacho vestido de arlequín que caminaba al lado del coche. Llevaba una pértiga al hombro cuyo extremo nevaba una muchacha de ojos almendrados vestida como una china. De la pértiga colgaban toda clase de enseres domésticos, encima iba sentado un pequeño mono que tenía frío -. ¿Sois un circo?
- No sabemos quiénes somos —dijo el mucha­cho—. No somos un circo.
- ¿De dónde venís? —quiso saber la dama.
- De las Montañas del Cielo —respondió el muchacho—, pero de eso hace ya mucho tiempo.
- ¿Y qué hacíais allí?
- Eso era antes de que yo viniese al mundo. Yo nací por el camino.
Ahora intervino en la conversación un viejo que llevaba un gran laúd o teorbe la espalda:
- Allí representábamos el Espectáculo ininterrumpido, bella dama. El niño no puede saberlo. Era un espectáculo para el sol, la luna y las estrellas. Cada uno de nosotros estaba sobre una cumbre distinta y nos gritábamos las palabras. Actuábamos sin cesar, pues aquel espectáculo mantenía unido al mundo. Pero ahora lo ha olvidado ya también la mayoría de nos­otros, Hace ya demasiado tiempo.
- ¿Por qué dejasteis de representarlo?
- Había sucedido una gran desgracia, bella dama. Un día nos dimos cuenta de que faltaba una palabra. Nadie nos la había robado, tampoco la ha­bíamos olvidado. Sencillamente ya no estaba. Pero sin esa palabra no podíamos seguir actuando, porque ya nada daba sentido. Era precisamente la palabra por la que todo se relaciona con todo. ¿Comprende bella dama? Desde entonces viajamos de un lado a otro para encontrarla de nuevo.
- ¿Por la que todo se relaciona con todo? - preguntó la dama, asombrada.
- Si - dijo el viejo, asintiendo serio con la cabeza- , seguro, bella dama, que usted también se habrá dado cuenta ya de que el mundo sólo se compone de fragmentos que no tienen nada que ver los unos con los otros. Eso es así desde que perdimos la palabra. Y lo peor es que los fragmentos se siguen descomponiendo y quedan cada vez menos cosas que guarden relación entre sí. Si no encontramos la pala­bra que reúna todo con todo, un día el mundo se pu1verizara por completo. Por eso viajamos y la buscamos.
- ¿Creéis acaso que la encontraréis un día?
El viejo no contestó, aceleró sus pasos y la adelantó. La muchacha de los ojos almendrados que ca­minaba ahora junto a la ventana de la dama, explicó tímidamente:
- Escribimos la palabra sobre la superficie de la tierra con el largo camino que recorremos. Por eso no nos quedamos en ningún sitio.
- Ah - dijo la dama-, ¿entonces sabéis siem­pre a dónde tenéis que ir?
- No. Nos dejamos guiar.
- ¿Y quién o qué os guía?
- La palabra - contestó la muchacha y sonrió como si pidiese disculpas.
La dama se quedó mirando a la niña durante largo tiempo, luego preguntó en voz baja:
- ¿Puedo ir con vosotros?
La muchacha no dijo nada, sonrió y adelantó despacio el coche siguiendo al muchacho que iba de­lante.
—Alto! —gritó la dama a su cochero.
Este tiró de las riendas, se volvió y preguntó:
— ¿Quiere de verdad ir con ésos, madame?
La dama estaba sentada en los cojines, muda y derecha, mirando de frente. Poco a poco pasó el res­to de la tropa junto al coche parado. Cuando pasó el último rezagado, la dama se apeó y siguió la comitiva con la mirada hasta que se perdió en la lejanía. Empezó a llover un poco.
- Volvamos! - ordenó al cochero subiendo de nuevo- , regresamos. He cambiado de idea.
- Gracias a Dios! - dijo el cojo- , ya creía que quería irse de verdad con esos.
—No —contestó la dama sumida en pensamientos—, yo no les seria de utilidad. Pero tú y yo podemos dar fe de que existen y que les hemos visto.
El cochero hizo dar media vuelta a los caballos.
— ¿Puedo preguntar algo, madame?
— ¿Qué quieres?
— ¿Cree madame que encontrarán alguna vez esa palabra?
—Si la encuentran —-contestó la dama—, el mundo tendría que transformarse de una hora a otra. ¿No lo crees? Quién sabe, tal vez seremos alguna vez testigos de ello. ¡Y ahora echa a andar!

Michael Ende (Alemania, 1929 -1995)

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