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sobre la nostalgia y el tiempo



¿Qué les sucede en un momento a los cuadros de fotografías de la primera comunión, esos que durante al menos diez o quince años lucieron triunfales en una pared de la casa familiar?
Y digo lucieron, en pasado, porque la niña que posa en esa fotografía con su vestido blanco de manguitas abullonadas y tiene un tocado de flores pequeñas en la cabeza,  o aquella otra con su velo de tul,  o el niño de pantalones cortos y medias tres cuartos, si, ése  que muestra de costado un moño de raso enorme en su brazo,  y una sonrisa.  Esos niños, ésos y otros no ya tan niños,  un día se van de la casa de sus padres,  y al tiempo, éstos caen en la cuenta de que el departamento de dos o de tres dormitorios en el que viven les queda grande, hay demasiados espacios vacíos, vaciados por la ausencia, y entonces se deciden ponerlo a la venta. Bueno, sucede que últimamente y por motivos que no vienen al caso, he estado recorriendo departamentos de distintas zonas de la ciudad. Y en esos itinerarios urbanos, pude notar que,  en varias de ellas, al entrar al cuarto principal en algunos casos, al living, o a los dormitorios en otros, invariablemente aparecían descolgados de algún lugar del ambiente en que me detenía, imágenes con fotos de niños de comunión.  Esto me fue ocurriendo desde las primeras veces cuando entraba a ciertas viviendas, entonces, sin pensarlo primero,  esta situación inesperada que se iba repitiendo cada vez, se fue convirtiendo para mí como en un juego del azar, que consistía en intentar adivinar, ni bien se abriera la puerta de ingreso, si en algún lugar de la casa podría encontrar un cuadro de foto de comunión  o algún indicio de él. Lo único que me estaba empezando a interesar al entrar en esos sitios no era ya el estado general del departamento, si gozaba de buena luz, si era cómodo o tenía una bonita vista, sino lo importante comenzó a ser el comprobar la existencia o no de esos cuadros con fotografías de comunión de otras épocas. No solo eso, me propuse también descubrir  los lugares exactos en donde estuvieron colgados por mucho tiempo. Y no era una empresa imposible el desafío, porque invariablemente también, pude descubrir la existencia de clavitos desnudos en las paredes,  o las huellas de la existencia anterior de piezas pequeñas metálicas: mínimas aberturas en lugares principales en otros casos. Ocurría más  o menos así: ni bien se abría la puerta de entrada al departamento, si me recibía una persona de sesenta años o más, eso era ya un buen indicio, entonces no había más que deambular por la casa simulando prestar atención a las ponderaciones que sobre el mismo se hacían vivamente,  mientras yo en realidad lo que miraba era lo que no me mostraban. Había una curiosidad en mí, deseaba captar el destino de esos instantes pasados eternizados en una foto y que ya no estaban.
Pero aconteció un martes a la tarde, que en el departamento de calle Alem,  en medio de una habitación vacía de muebles, de una caja de embalaje, dócilmente, sin la iniciativa de la más mínima actividad, con la pasividad más dulce, se asoma de punta, punzando el aire un poster de niña de primera comunión de los 70 en blanco y negro,  firmado por el conocido fotógrafo rosarino “Valenti”. No se muestra ni se oculta, está allí, entre la presencia y la ausencia como la posibilidad ¿de la imposible derrota?  ¿del tiempo? Cerré los ojos y la imagen me habló en el silencio. Me pude ver expuesta en la vidriera de la Casa Valenti, y me sentí una intrusa.  



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